Hotel Tequendama, Bogotá – 10 de mayo de 1965

Excelentísimos señores ministros de Educación y Trabajo, señores y señoras:

El significado de esta reunión no es tan obvio como pudiera pensarse. Ante todo porque hay pocas cosas obvias a propósito de Mario Laserna Pinzón. Además, porque estamos deteniendo por unas horas la carrera vertiginosa de un hombre mercurial para darle testimonio de nuestra amistad y admiración y nos encontramos perplejos ante su personalidad prematuramente enigmática.

Algunos entre nosotros creen que están despidiendo a un estudiante de matemáticas que va a completar unos cursos de filosofía en Alemania. Otros, que festejan los notables sucesos del creador de una universidad. Pero en medio de estos extremos académicos no ha de faltar aquí, de seguro, el aficionado de toros que no ha perdido la esperanza de que el discípulo de Pedrés salga de las plazas menores hacia la gloria si consigue, eso sí, aprobación del público para la aplicación al arte de conducir reses bravas hacia la muerte de la fórmula de su amigo Einstein, es decir, cuando su energía sea igual a su masa por el cuadrado de su velocidad.

La verdad es que nuestra perplejidad se justifica. Laserna ha entrado en la vida de cada uno de nosotros de manera diferente y en la mayor parte de los casos extraña. No puede pues haber unanimidad sobre su persona. Ni siquiera el tradicional acuerdo que se suele realizar en este género de banquetes destinados por lo común a gentes que pertenecen a un ámbito claro de la geometría social. No podemos calificar al sujeto de esta reunión en un plano, en un sitio, dentro de ciertos límites porque es un honrado transgresor de las fronteras conocidas. Precisamente lo que aquí nos une es una irresistible simpatía hacia una personalidad que no se conforma a lo establecido y que comienza, desde luego, por no acomodarse a la definición también clásica del revolucionario.

Probablemente lo que más nos seduce en Mario Laserna es lo que imperfectamente todos calificamos como su originalidad. Es esta una condición elusiva y peligrosa que poseen muy pocos seres normales y que aún por pura semántica sería más fácil de aislar como la virtud de aproximarse con inocencia y sin temor al origen de las cosas, a la fuente de las ideas y a la presencia de las personas en una posición neutral y confiada. Así es posible descubrir en unas y otras, elementos, esencias, matices que el hombre convencional no encuentra porque está detrás de su propia malla de prejuicios, defendido y abrigado entre ellos como la araña en la madeja de sus propias secreciones. Laserna tiene ese don de la aproximación directa que lo lleva simultáneamente a no ver los obstáculos para sus propósitos más brillantes –como construir una universidad- y a despertar reacciones de alarma entre las víctimas de su pertinencia, que se suponen heridas por su impertinencia.

Algunos de sus amigos tenemos experiencias notables sobre este modo de proceder. Cuando hemos declarado la defunción de una tentativa por deducciones lógicas de las actitudes y palabras ajenas, Laserna, sin asomo de testarudez, simplemente por una interpretación diferente del caso, lo halla en plena ebullición y en la más favorable postura para un buen desenlace. Y es muy posible que los resultados que obtiene provengan de que encuentra a los interlocutores en el estado de relajamiento y desprevención propio de quienes han liquidado un asunto y no esperan volver a discutirlo sobre las mismas proposiciones. Su desprecio por la convencionalidad de las formas habladas y escritas que sirven de frágil, pero bastante muralla, a la especie para sortear sus relaciones complejísimas, es precisamente lo que constituye su originalidad. Y aunque es notorio que él no podría dársela ni promoverla artificialmente, también es claro que ya se ha dado cuenta de que es una herramienta eficaz.

Hace pocos días Francisco Pizano, con la propiedad plástica que le viene de estirpe, relataba cómo apareció Laserna a sus contemporáneos en el Gimnasio Moderno: descendió de una camioneta directamente de La Palma, una hacienda de las llanuras tolimenses, de ganados, yuca y arroz, en donde venía completando su educación caldense en la áspera compañía de los vaqueros. Cubría sus extremidades inferiores de piernipeludo con unos pantalones anchos de esos que la brisa de la estepa ardorosa bate como humildes banderas alrededor de los flacos remos cazcorvos. Usaba una faca sevillana de resorte que producía un chasquido mortal al dispararse hacia su objetivo. Y por último, arrastraba de un cordel una babilla crecida, que miraba con auténticos ojos de cocodrilo al grupo absorto de pequeños lanudos bogotanos.

El extraño personaje no necesitó abrirse paso, como tantos otros, por entre la crueldad infantil, la indiferencia de los maestros o el despotismo de los antiguos. De allí en adelante todos supieron de su existencia, al minuto. Y la babilla pudo morir sin causar perjuicio a su reputación. Cuando se le quiso expulsar por haber intentado, también cándidamente, comprobar la exactitud de las amenazas de un profesor, hubo un motín de solidaridad.

Esas cosas se suelen contar cuando ya no hay nadie que las recuerde a derechas, pero en el caso de Laserna lo excepcional es que se relatan cuando muchos de sus condiscípulos son todavía una generación en expectativa. Laserna, de no ser por los toros, sería hoy un profesional de las leyes y estaría cobrando alquileres. Pero como corría el riesgo de disputar la fama a Minuto y a Joselito de Colombia con suerte varia, su padre lo envió a los Estados Unidos no seducido por esa civilización romana, sino por el predominio que en ella ejercían las sociedades protectoras de animales que lograron prohibir la importación de los juegos taurinos. Allí so pretexto de estudiar química, aprendió filosofía y matemáticas y de regreso a Colombia, decidió, en compañía de gentes que nos acompañan esta noche y que lo siguieron con entusiasmo en la aventura, fundar una universidad privada, uno de los muy pocos experimentos sin antecedentes en los esfuerzos de los latinoamericanos por educarse. El propósito se ejecutó y la Universidad de los Andes instalada en una antigua cárcel de mujeres y vecina de un asilo de enajenadas, está ahí, dieciséis años después como testimonio honesto de la voluntad, la rectitud de línea entre el plan y el resultado, la paciencia, la eficacia y la inteligencia de Mario Laserna.

Examinemos la Universidad de los Andes que es la obra de Laserna, aunque sé muy bien que quienes han contribuido a su desarrollo tienen títulos sobrados a la admiración pública. Todos ellos saben sin embargo que sin Laserna, la Universidad no habría existido jamás. Además, saben que ciertas características de la Universidad son de inequívoco estilo Laserna y a ellas me refiero ahora. Por ejemplo, la aproximación cándida al problema mismo de la educación superior colombiana. A alguien más sofisticado se le hubiera ocurrido pensar que, a pesar de que cerca de tres mil compatriotas buscan, o les buscan sus padres una oportunidad de educarse en los Estados Unidos, institucionalizar ese hecho sería considerado poco menos que una deserción al concepto de la nacionalidad. Laserna pensó en forma directa que había que canalizar esa emigración y dirigirla puesto que se producía, -su también original entendimiento-, con una universidad americana para producir un empate justo entre la necesidad de los colombianos de adquirir técnicas de primera mano, sin perder el objetivo que es su aplicación posterior en el país, ha dado resultados más que satisfactorios.

Pero en ese proceso de adaptación la Universidad de los Andes ha ido formando un espíritu desenvuelto, unos procedimientos que la hacen única, aunque no quiero decir que superior entre los institutos de alta cultura del hemisferio. La opinión pública, comenzando por el propio gobierno, la justifica y la estimula como útil. Sus productos humanos están a la vista y sirviendo a las gentes, pero aun descartando su utilidad social, en sí misma, la Universidad es un fenómeno importante, nuevo, en cuyo servicio se trabaja con alegría e interés, no solo por lo que pueda convenir a los demás sino porque a cada uno de nosotros nos purifica y eleva en el comercio con ideas, hombres y cosas de innegable nobleza.

Uno de quienes más la aman, Manuel José Casas Manrique, que puede compararla sin embargo con su alma mater de Upsala, propuso para su empresa de escudo las palabras de ‘alta y aislada’. No tenemos empresa y en el escudo en vez del lema campea un cabro sobre un monte como alusión expresa a nuestro aislamiento y altura físicas. Pero es la verdad que allí hay una pequeña isla entre los altos cipreses, adonde no llegan ni por excepción el alboroto político ni los boletines del chisme ni el ruido de la refriega cotidiana, porque es un arco tendido entre el pasado de la humanidad y el futuro de la República y porque el presente mismo se investiga en función de una juventud para quien será necesariamente pretérito.

Esa Universidad, ese grupo de interlocutores, ese prolongar de la gran conversación que constituye la civilización del diálogo, como dice Hopkins, son obras de Mario Laserna.

Todos los que hemos ayudado a construirla lo sentimos así y vemos con alarma su provisional retiro y anticipamos con interés su regreso cargado de experiencias necesarias para nosotros. Por eso hizo bien el gobierno cumpliendo una de las misiones que le otorga la sociedad al Estado, de hacerse personero suyo para premiar actos eminentes de servicio colectivo, en poner sobre las deformadas solapas de su americana, la Cruz de Boyacá.

Allí, está dando una lección de perseverancia a toda una generación que no sin fundamento vacila sobre su rumbo y lo cambia al soplo de las tumultuosas corrientes de nuestra época, de desinterés a quienes piensan que hay que precipitarse a puñetazos y a mordiscos sobre el resto de la humanidad para llevarse la presa a la nueva caverna funcional. De valor y decisión a los tímidos y a los escépticos a quienes todo su apetito de lucha se les aplaca y extingue en la incruenta ferocidad de los campeonatos deportivos. De buen humor y de humildad formal a los coléricos y presuntuosos. De lealtad, de rectitud, de nobleza a todos nosotros.

Para finalizar, debemos ocuparnos del sombrero de Mario Laserna. Como todo su atuendo, el sombrero de Laserna no es propiamente ortodoxo. A primera vista cualquiera sorprende un sospechoso parecido con el del no menos heterodoxo matemático Robert Oppenheimer, protagonista de uno de los más grandes dramas morales e intelectuales de nuestro tiempo. Pero es una ficción. Ocurre que cualquier tipo convencional de sombrero toma la forma excepcional de la cabeza de Laserna y se transforma en una caperuza dolicocéfala de misteriosa contextura. Y ocurre también que Laserna, obligado por prescripción médica a usar sombrero, no puede evitarlo.

Mirando más el caso se descubre que la cabeza se parece a la de Oppenheimer, lo cual destruye toda posibilidad de que el sombrero esté haciendo, en esta nueva etapa, el papel repelente de la babilla original, para crear inquietud, pasmo y respeto a los generosos contribuyentes de la Universidad, o en general, a los miembros de una sociedad conformista. Sin embargo, hay muchos colombianos, o lo había hasta la Cruz de Boyacá, que había localizado toda su pasión por el orden y por la tradición, en un desprecio y en un rencor por la pobre prenda verde informe, que no podía menos de recaer tal vez sin intención sobre su impávido dueño. Pues bien, ayer, uno de los amigos de Laserna, que la creía incompatible con su nuevo estatus social y con el reconocimiento oficial de sus méritos, la regaló sin su consentimiento. Y debe andar a estas horas confundida con las gorras del hampa suburbana. No hay pues ya motivo para mortificación alguna. Laserna ha entrado por derecho propio, sin auxilio ni truco alguno, precoz pero justísimamente al sitio que le correspondía entre los grandes servidores de Colombia
Escrito por:

Alberto Lleras

Presidente de Colombia (1958-1962)